De esa manera contemplo a Andrés sosteniendo a la altura de sus ojos una lata de aceite de automoción con una mano, y volteando con la otra una manivela imaginaria. Así filmaba la salida de la misa de los domingos, anunciada por los saltos sincopados y los alaridos sin articular de Jacinto, forzado a contener su desorden motor en el transcurso de las ceremonias. Chisum y yo acompañábamos a Andrés, en el papel de auxiliares sin función determinada, o de simples comparsas para dar sentido a su representación. Era Andrés meticuloso: enfocaba a Jacinto desde cualquier ángulo, avanzaba para conseguir un primer plano de su furia, retrocedía para abarcar a todos los que salían de la iglesia. Porque en aquellos tiempos se iba mucho a la misa mayor de los domingos, los hombres sentados en la parte trasera, alardeando de un cierto desinterés por los oficios y de una fe más floja, casi protocolaria. Nada que ver con los cantos desaforados de las mujeres, para las que toda exaltación religiosa era mejor cuanto mayor.
La gente tardaba en interpretar los gestos de Andrés. Los niños tienen licencia para hacer las mayores necedades, y Andrés, entre ellos, gozaba de ese privilegio de manera especial. Pero, a pesar de todo, su obstinación, la cercanía con la que a veces perseguía a una persona determinada, lograban irritar a alguien, que le rechazaba entre insultos y gestos violentos. Tal vez en estas primeras puestas en escena comenzó Andrés a cimentar su fama.
De algunos años después conservo otra intensa pincelada. Pasábamos las tardes buscando chapas (los tapones metálicos de algunas bebidas) en los molederos del pueblo donde los bares tiraban la basura. Era fascinante revolver la basura, donde todo cabe en potencia. Teníamos establecida una jerarquía de valor entre aquellas chapas. Como es natural, las más escasas eran las más valoradas, y bien valían dos horas aplicados en su procura, entre los desechos del café, las cáscaras de pipas y las colillas de los cigarros, a pleno sol y con el acoso de todas las moscas, cuando se encontraba algún ejemplar extraño, como los de “La Verja”, mosto “Greip” o algún otro especialmente inusitado. Andrés, tocado por un privilegio (o, tal vez mejor, debido a su imbatible perseverancia) solía acaparar los ejemplares más codiciados. Con ellos hacíamos muchas cosas, hasta una especie de pequeño mundo en la fuente de “Los Carrizos”, justo al pie del antiguo paraíso de los majuelos. Allí nos repartimos el territorio con la solemnidad cosmológica de los tres hermanos olímpicos: yo me quedé con el caño de la fuente y su pequeña ensenada, Andrés recibió un lugar desapacible, un pequeño trozo de rastrojo salpicado con dos o tres grandes pedruscos y Chisum, siempre alternativo, prefirió un oficio comercial a la posesión de la tierra: así se puso de butanero (los cartuchos vacíos eran las bombonas, y el yeso molido traído de las faldas del Aro, el gas). Luego logró convencernos de la necesidad vital del recambio de bombonas, al que se dedicaba atravesando nuestros países con su camión. Y aunque todos exaltábamos nuestro terruño, mirábamos con apetencia su ajetreo y su movilidad.
A aquella comunidad de países se fueron agregando otros (amigos a los que intrigaba nuestra felicidad), que debían establecerse en lugares cada vez más inhóspitos y que se iban cargando de envidia por las raras chapas de Andrés, y por el privilegio de mi fuente. Esas razones, y alguna aguda rivalidad infantil, o tal vez el hartazgo del dueño de la finca, amoscado con la presencia de tanto niño por las inmediaciones, hicieron que un día nuestro alambicado mundo apareciera totalmente destruido, las chapas confundidas, y los caminos alisados por donde Chisum llevaba el butano, desbaratados.
Pero antes de este abrupto final, habíamos asaltado la fortuna de Andrés. Todas las tardes, sobre la piedra más grande del lugar, a eso de las ocho (antes de marchar a casa a cenar) tenía lugar el telediario del día. Solía ser yo el encargado de su lectura, y con mucha devoción, pues a veces hasta lo traía mecanografiado de casa, para darle más soltura y solemnidad. En aquellos telediarios se contaba el transcurso de la jornada (baños en la fuente, las paradas del butanero, sucesos de cada país). En ocasiones, abusando de la credulidad de Andrés, había un bombardeo de alguna de sus chapas en directo, y así saciábamos nuestro rencor hacia su suerte y dábamos al telediario el atractivo irresistible de los acontecimientos en vivo. Como Andrés dejó de llevar las mejores chapas al telediario, sospechando de la falta de imparcialidad de los ataques aéreos (pues siempre moría una chapa importante de las suyas, y de las nuestras caía simple tropa, como las de “Kas de naranja o limón” y las nada estimadas cervezas, lo mismo “El león” que “San Miguel”), arbitramos otra manera de atacar a su tesoro. Le persuadimos de que no había un honor mayor para una chapa que la de pertenecer al conjunto musical. Me ha faltado contar que en nuestro mundo había fiestas, y que las amenizaba siempre un conjunto musical de seis chapas. A estas chapas las raspábamos un poco, para señalar su jerarquía sobre todas las demás. Así que Andrés accedió, y raspó ligeramente sus seis mejores chapas.
Nuestro plan era paciente, pero implacable. Para calcular su alcance es preciso saber también que, cuando una chapa se oxidaba, significaba (¡cruel muestra de existencialismo infantil!) que había envejecido y que debía ser sacrificada. En una piedra, así llamada “la del sacrificio”, estas chapas eran machacadas a golpe de pedrusco, sin compasión. Y cuando no eran más que una mueca retorcida de metal, las enterrábamos con solemnidad en un gran hoyo preparado al efecto.
Chisum y yo teníamos el conocimiento, puramente empírico, de que la chapa, desprotegida de su pintura por la raspadura, se oxidaba rápidamente en contacto con el agua. Así que, para agasajar aún más la vanidad de Andrés, invitamos a su conjunto musical a bañarse en la fuente, privilegio reservado a los presidentes de cada país y a mis mejores chapas. Él accedió, y en la fuente pasaron toda una noche.
A los primeros síntomas de oxidación, Andrés se resistió al sacrificio casi con violencia. Quería encontrar como fuera una excepción a nuestra regla de exterminio. Pero no se pudo negar cuando toda la parte raspada, y aun algo más, se había convertido en una mancha rojiza. No sé si fiarme de este recuerdo, pero creo que lloró mientras procedimos a machacar con furia a sus seis mejores chapas moribundas. Y se mantuvo rencoroso y distante durante varios días, tal vez hasta que el cataclismo final de nuestro pequeño mundo de tapones y bombonas nos hizo derivar nuestra atención hacia otra cosa.
Quizá fue entonces cuando empezamos a bajar de los majuelos cazuelas llenas de grava, tiradas por una cuerda, para alisar los baches de los caminos. O tal vez cuando dimos con el tesoro de trozos de revistas pornográficas que Andrés había reunido en su cotidiana inspección por vertederos y bodegas arruinadas y tenía escondidas debajo de un trillo, en un viejo pajar.