martes, 10 de diciembre de 2019

Sólo un buen rato después se da uno cuenta de que la arena ha ido cayendo grano a grano


Aún recuerdo el impacto que sobre mí tuvo hace tanto tiempo aquella película exquisita y decadente, que lo decía todo casi sin decir nada. La entrega al anhelo de la belleza total, que representa el joven adolescente polaco Tadzio, lleva dentro de sí fatalidad de la muerte.  Muerte en Venecia viene a ser como una sucesión de esmerados retratos de época, que se van sucediendo hasta el degradante final en el que Gustav von Aschenbach, al tiempo que el tinte se escurre por sus sienes, contempla en su agonía la imagen gloriosa de Tadzio recortándose en las aguas del Adriático sobre las que riela el crespúsculo. 

Dick Bogarde, reflexionando frente al reloj de arena

En uno de tantos pasajes, a los hipnóticos sones de la música de Mahler al piano, el compositor repara en un reloj de arena, que le trae a la memoria otro que había en casa de su padre. El canal por el que se deslizan los granos entre las dos cavidades es tan angosto, que pareciera que la arena no se mueve, “…sólo un buen rato después se da uno cuenta de que la arena ha ido cayendo, grano a grano, inexorablemente, hasta colmar el vaso inferior. Entonces, ya nada importa. Se ha cumplido el tiempo, y no queda un minuto para pensar”. Así, exactamente así, es como pasa la vida. 

Iohannes Neoptolemus