Andaría por los diecinueve o veinte
años cuando me dio por subir con cierta frecuencia al Aro, ese altozano
desgastado que resume para mí la árida espiritualidad de Pedrosa. En el
bolsillo de una vieja cazadora de ante que había abandonado mi hermano, y que
tenía para mí la enigmática facultad, en su desgaste y remiendos, de
transportarme a las aventuras de Indiana Jones, solía llevar un libro.
Por lo que sea, los días que me vienen a la memoria son los de las vacaciones de Semana Santa, días de fuerte viento y atmósfera clara. Llegaba fatigado a la cumbre, donde en aquellos tiempos de vino y rosas el Comité asentó su cruz pagana. Luego, recuperado el resuello, me recostaba en una gran piedra que mira hacia el este y dejaba vagar la vista por la inmensa llanura de Campos, desvaída en la línea del horizonte por el alboroto del viento sobre la tierra. Solía ser con el sol declinante, ese que te susurra al oído la gracia de estar vivo, que te cierra los párpados con dulzura, que te templa al remanso del silbo del aire alrededor, en una tarde fría. La piedra aún conserva algo de la tibieza que le han transmitido los débiles rayos del sol a lo largo del día. Allí, libre, lejano, huido, con la ambición intacta de los veinte años, sacaba mi libro y me ponía a leer.
Por lo que sea, los días que me vienen a la memoria son los de las vacaciones de Semana Santa, días de fuerte viento y atmósfera clara. Llegaba fatigado a la cumbre, donde en aquellos tiempos de vino y rosas el Comité asentó su cruz pagana. Luego, recuperado el resuello, me recostaba en una gran piedra que mira hacia el este y dejaba vagar la vista por la inmensa llanura de Campos, desvaída en la línea del horizonte por el alboroto del viento sobre la tierra. Solía ser con el sol declinante, ese que te susurra al oído la gracia de estar vivo, que te cierra los párpados con dulzura, que te templa al remanso del silbo del aire alrededor, en una tarde fría. La piedra aún conserva algo de la tibieza que le han transmitido los débiles rayos del sol a lo largo del día. Allí, libre, lejano, huido, con la ambición intacta de los veinte años, sacaba mi libro y me ponía a leer.
Mi memoria infiel sólo me trae con
precisión dos de los muchos libros que me acompañaron, tal vez potenciado su
recuerdo por aquella escena de soledad y grandeza. Uno era el simbolismo
desgarrado de Así habló Zaratustra,
la desafiante majestuosidad de la nada. De alguna manera, yo allí también eludía
todas las miserias del hombre común. Otro, el desgarro existencial de Unamuno
en las páginas Del sentimiento trágico de
la vida. Este libro sólo lo podía
leer allí, rodeado de una naturaleza infinita, que me defendía del insoportable
sentimiento de angustia ante la finitud humana y la desaparición eterna con que se
mortificaba su autor.
Por la noche, sin embargo, volviendo sobre lo leído, me asaltaba la certeza ineludible de morir algún día y desaparecer para siempre, de volver al vacío primigenio, de diluirme en la eternidad anónima, y un estremecimiento de pavor recorría todo mi cuerpo. Menos mal que el sueño me vencía, y la vida nos distrae al amanecer con sus necios afanes y encierra al incontenible leviatán en su jaula, al otro lado del telón, como si no supiéramos (porque no lo queremos saber) que un día se abrirán sus puertas y ya no lo podremos volver a someter.
Por la noche, sin embargo, volviendo sobre lo leído, me asaltaba la certeza ineludible de morir algún día y desaparecer para siempre, de volver al vacío primigenio, de diluirme en la eternidad anónima, y un estremecimiento de pavor recorría todo mi cuerpo. Menos mal que el sueño me vencía, y la vida nos distrae al amanecer con sus necios afanes y encierra al incontenible leviatán en su jaula, al otro lado del telón, como si no supiéramos (porque no lo queremos saber) que un día se abrirán sus puertas y ya no lo podremos volver a someter.
Iohannes Neoptolemus